Allí estaba Juan. Las 3 de la madrugada, asomado por la ventana e imaginando las estrellas que la contaminación lumínica siempre impedían ver en una ciudad tan descomunal como Madrid. Demasiadas personas, muy pocas estrellas. Pensaba que la proporción era muy desigual y que era necesario encontrar un sitio donde vivir en el que el equilibrio entre personas y estrellas fuera posible. Un sitio en el que viviesen las suficientes personas como para ser capaces de observar las noches estrelladas. Un lugar que respetase los tiempos: el día, para trabajar, para vivir, para relacionarse. La noche, para follar, para pasear, para pensar en la inmensidad del universo contemplando las estrellas junto a tu chica, o para descansar. En la ciudad apenas da tiempo a esas cosas porque hace tiempo que los días se suceden y todo es tan sumamente homogéneo, que el día le ha ido ganando terreno a la noche hasta el punto de no distinguirse el uno del otro. Al igual que la decadencia y la mediocridad le han ido ganando terreno a la creatividad.
Juan
seguía mirando al cielo y se seguía haciendo preguntas. Pensaba, que
quizá todo era mucho más fácil de explicar. Quizá el hecho de que
Jipiter se encontrase alineado con Marte era el responsable de sus
desgracias. Eso le tranquilizaba apenas una fracción de segundo, una
pequeña fracción en la que era capaz de engañarse y no reconocer su
amplio porcentaje de responsabilidad en lo que le pasaba con las
decisiones que había ido tomando a lo largo de la vida. Pero no me vais a
decir que la idea de que fuésemos marionetas de un destino predestinado
por la posición de los astros es algo que se vende muy bien porque es
enormemente más complicado asumir nuestra responsabilidad.
Definitivamente,
Juan decidió volver a la habitación de hotel, hotel sórdido de 150
euros la noche. Sórdido no por la decoración, que era espectacular, con
piscina incluida alrededor de la habitación, cuya cama y acceso al
exterior constituía una pequeña isleta. Sino por los actos que solían
desarrollarse allí. Auténtico feudo de la mentira y la manipulación, de
las promesas incumplidas. Templo a la egolatría.
A
veces se preguntaba porque somos tan infieles. Porque crecen las
agencias que, hoy día, planifican encuentros sexuales entre desconocidos
casados. Y pensaba que, en el fondo, lo que nos mueve a actuar así
proviene de la propia condición humana. Pero no de la inclinación a la
poligamia. Algo de lo que no estaba tan seguro. Sino de algo más humano,
infinitamente más humano aún: la necesidad de sentirnos deseados. Si,
como en aquel cuento de Kundera que leyó el verano pasado en el que su
protagonista, casado, siente la necesidad de tontear con infinidad de
señoritas, aunque luego no se acuesta con ellas. Él sólo desea engordar
su ego, saber que le siguen deseando. Y con eso le basta, no quiere ni
desea acostarse con ellas. No es lo que busca.
Juan
volvió a la cama, agotado por tantos pensamientos como se agolpaban en
su cabeza. No paraba de pensar en su novia, que le había abandonado
fruto de sus continuas infidelidades. Tampoco podía dejar de pensar en
su trabajo, los malditos recortes le habían terminado afectando y ahora
ya era demasiado tarde para emprender la lucha por defender sus
derechos. Volvió a la cama y Pedro volvió la cabeza, abrió sus preciosos
y rasgados ojos verdes, y con voz dulce le preguntó:
-¿Qué haces despierto, tontorrón?
Acto
seguido, comenzó a besarle el cuello. Y a Juan enseguida se le
olvidaron sus elevadas reflexiones. Se dejó llevar por la pasión, y ya
sólo deseaba besarle y acariciarlo, hasta encontrar su entrepierna y
empezar a devorar su enorme pene. Muchas veces fantaseaba con comerse
una polla como la suya. incluso, y eso es lo que le llenaba de
desesperación, mientras follaba con su novia. Ella, evidentemente no
sabía que muchas de sus infidelidades fueron con hombres. Le pilló con
su cuñada únicamente, lo que costó no sólo su relación sino la de dos
hermanas hasta el momento inseparables. No era el momento de sincerarse,
pensó, ni de echar más leña al fuego confesando sus relaciones con
otros tíos que conocía en Internet.
Él nunca se
consideró homosexual ni bisexual. Nadie conocía lo mucho que le gustaba
comer pollas, y de hecho se engañaba pensando que todo era fruto de un
mal momento y puro vicio. No quería recordar que ya había tenido
experiencias homosexuales desde su más temprana edad. Como aquella vez
que con 12 años se la chupó a un compañero de colegio. O a los 17,
cuando le penetraron por primera vez.
El caso
es que, volviendo a la cama, allí se encontraban nuestros ocasionales
dos amantes. De nuevo dispuestos a gozar el uno con el otro y dejarse
llevar por la pasión. Durante 22 minutos, Juan volvió a ser feliz.
Durante 22 minutos, no pensó en su trabajo y en su novia. Durante 22
minutos, ni siquiera pensó en que era muy probable que le quedasen unos
meses de vida. Durante 22 minutos, se olvidó de todo e hizo lo que
verdaderamente deseaba. Durante esos 22 minutos, dejó de fingir ser
otro, durante esos 22 minutos se quitó esa mascara que a fuerza de
haberla llevado puesta tantos años, ya formaba parte de su piel.
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